miércoles, abril 01, 2009

Coqui

A mi hermano Beto le regalaron para Reyes del año ochenta y nueve, entre otras cosas, un osito de peluche. Éramos judíos, sí, pero de todas formas Reyes estaba dentro del calendario familiar. A nosotros lo único que nos importaba era que nos regalaran juguetes. Y a eso no había con qué darle.
De entre todos los regalos que estaban prolijamente esparcidos en la alfombra esa calurosa mañana, eligió rápidamente y sin cavilar a su nuevo osito. En realidad, no sabía todavía qué había adentro del papel que lo envolvía; por la forma podía ser un cohete, un tractor o hasta ropa, lo cual hubiese sido extremadamente frustrante. Pero por alguna misteriosa razón, Beto intuía, sabía cabalmente, que ese era el más lindo de todos los regalos, que ese era “El” regalo.
Se acercó dando pasos vergonzosos hacia el living, miró a mis padres que estaban a su lado como pidiéndoles permiso para abalanzarse sobre los regalos y agarró el que más le gustaba de entre los que mis viejos le señalaban que eran para él. Mientras estiraba con todas sus fuerzas de los extremos del paquete, un poco pispiaba para ver qué me había tocado a mí en suerte. Yo también hacía lo mismo, pero rápidamente pude abrir mi regalo, así que me dediqué a otra cosa. Y ante mí, un autito de colección. Un autito de posta, marca Bubby. Todo muy lindo, pero a mi me importaban un carajo los autitos, así que lo tiré al piso, lo dejé caer en realidad y seguí mirando cómo mi hermano luchaba contra su regalo.
Beto lo daba vueltas, tiraba de diferentes lados, pero no podía abrir el paquete. Tardó. Pero en cuanto logró rasgar el envoltorio, en cuanto pudimos ver un pedacito de inmensidad osuna, el mundo físico se detuvo. Por unos segundos nos quedamos observando boquiabiertos el bracito color celeste que asomaba entre los papeles. Después Beto no aguantó más, y con la sincronización de movimientos que se requiere para armar un origami, rompió definitivamente el envoltorio.
Ni bien tuvo al osito cara a cara, sintió la intempestiva necesidad de ponerle un nombre; lo miró fijamente abriendo muy grandes los ojos de sorpresa y musitó su nombre sin sacarle la vista de encima. Después lo repitió varias veces, como si el eco se prolongara en un rap adentro de su cabeza. Así nació al mundo Coqui, el osito de peluche de Jony. Raro lo de la necesidad de ponerle un nombre. Para esa misma altura, mi tío esquizofrénico nos había regalado dos ranitas de tela hechas por él con guata adentro, pero jamás se nos ocurrió ponerles nombre; ni siquiera Rana o Señora Rana.
Un día, aparecieron en mi casa unos pañuelitos de papel tissue y nos empezamos a sonar los mocos con carilinas. De igual manera, cuando nació Coqui, toda mi familia empezó a llamar así a la especie mejor conocida como osito de peluche. Al poco tiempo, a mi primo Ariel también le regalaron un coqui, pero color marrón. Era exactamente del mismo color que la alfombra de la pieza del fondo de la casa de mi Bobe; ¡Y encima tenía la misma textura! El de Beto, en cambio, era celeste como la de nuestra habitación, que después fue consultorio de mi vieja, que después fue la pieza de mi hermana Johanna. La diferencia fundamental entre ambos coquis, era que el de Ariel siempre se mantenía más elegante. Un poco porque era marrón y no se notaba tanto la mugre que acumulaba encima y otro poco porque era como dos años menor, y eso para un muñeco de peluche de un nene de seis años es un montón.
Por mucho tiempo, Beto no se despegó ni un segundo de su osito. Dormía con él, era el alumno preferido cuando jugábamos al maestro y un par de veces simulamos operarlo cuando jugábamos al doctor. Él siempre lo quería llevar a la escuela, pero mis viejos, cada vez que lo veían en la puerta de casa con Coqui en una de sus manos, le gritaban para que dejara al osito y saliese a la calle porque estábamos en veremos.
A todos lados donde iba Jony, Coqui lo seguía. Bueno, menos a la escuela.

Y un día, de repente, empezaron a suceder un par de cosas extrañas y Coqui no paraba de empeorar progresivamente.
El primer episodio fue una mañana de sábado. Beto dejó a Coqui en el piso de la pieza, justo debajo de su cama. Seguramente no lo dejó en ese lugar premeditadamente, lo más probable es que se haya deslizado desde la cama, y haya quedado sobre la alfombra, rozando los flecos del cubrecama. Y pasó lo que no tenía que pasar y la puerta del patio quedó abierta. Entró el perro, Floi, disparando hasta nuestra pieza, agarró al muñeco entre sus dientes y comenzó a despedazarlo con todas sus fuerzas. Sospecho que Floi lo tenía entre ceja y ceja al osito y se la tenía jurada desde hacía meses. A los pocos minutos, el perro apareció en la cocina con el muñeco colgándole de la boca y tuvimos que tirar con bastante fuerza para sacárselo de entre los dientes.
Desde ese acontecimiento, Coqui ya no volvió a ser el mismo. Tenía un tajo en la panza y si metíamos un dedo y abríamos la herida, se le veían claramente las tripitas. Con Beto lo notábamos raro, lo veíamos flaco y con un aspecto que no auguraba nada bueno. Mi hermano en realidad no estaba tan seguro, pero yo le insistía que Coqui estaba más flaco, más arrugado y lo convencí al decirle que cuando uno está todo el tiempo con otra persona, no se percata tanto de los cambios que sufre; pero que yo, que no lo veía tan seguido, me daba cuenta de que había empeorado. Lo ayudé entonces a que tomara la decisión de mostrarle la situación a nuestra mamá, que era médica y los médicos son como veterinarios, porque al fin de cuentas un oso tiene dos riñones, dos pulmones y un corazón. Tripitas, en definitiva lo habíamos visto ¡Coqui también tenía tripitas!. Y mi vieja salió con que estaba cansada de ese osito, que la teníamos patilluda con las pelotitas de telgopor que dejábamos por toda la casa y que nos dejáramos de romper un poco. Cabizbajos, volvimos a la pieza y Beto le prometió a su osito que desde ese momento lo cuidaría más que nunca. A los pocos días, el muñeco apareció sobre la cama de mi hermano con una costura en la panza.
Pasaron los meses y Coqui seguía empeorando. Ya le habían desaparecido los pómulos y si le apretábamos la cara desde ambos lados con nuestros dedos índices, sus cachetes se tocaban por dentro. Cundo Beto lo sentaba en alguna silla, tenía que sostenerle la cabeza para que se mantuviera erguida y que su propio peso no le quebrara el cuello.
Un día, mientras mirábamos en la tele una entrevista a un famoso, mi mamá salió de la nada con que era una lástima lo de este tipo, porque era muy bueno actor y estaba muy desmejorado porque tenía una papa. Inmediatamente le pregunté qué era eso de tener una papa, porque si fuese por eso, el verdulero Juan Carlos debería estar raquítico, y al contrario, tenía una buzarda gigante. Ella me contestó que es una enfermedad muy jodida. Que ese famoso tenía cáncer de páncreas. Las semanas siguientes, me la pasé indagando sobre qué era tener una papa y no paré de preguntarle a mi mamá sobre si se podía tener cáncer en diferentes partes del cuerpo. Una vez le pregunté si se podía tener cáncer de uñas, otro día si se podía tener cáncer de ceja y así sobre los lugares más extraños del cuerpo humano. Finalmente, en forma inductiva, llegué a la conclusión de que se podía tener cáncer de todo. Una noche de invierno, mientras dormía bajo un caparazón de mantas, se me cruzó por la cabeza y luego fue tomando más cuerpo, una conclusión desgarradora: Coqui estaba realmente enfermo; ¡Coqui tenía cáncer de muñequito! Esto jamás de los jamases se lo iba a decir a Beto, lo iba a hacer sentir mal, realmente mal. Prefería tener que decirle que yo era peronista, y eso que los dos éramos muy radichetas.
Y finalmente pasó lo que tenía que pasar y Coqui murió. Lo encontré yo, arriba de la cama de Beto, extremadamente pálido y con los ojos abiertos mirando al infinito. Moví uno de sus brazos y estaba completamente rígido. Llamé a Beto y como no sabía cómo decirle que su osito había muerto, le dije sencillamente:
- Jony, viste Coqui, Coqui palmó –
Corrió rápidamente a nuestra pieza y lo revisó detenidamente. Ahí confirmé que mi hermano ya sabía todo y que resignado esperaba el terrible final. Sin llorar ni lamentarse, agarró de la cocina una bolsa de basura, metió a Coqui adentro y con un gesto me dijo que lo acompañara. Antes de salir de casa, agarró varias monedas del monederito en donde guardábamos nuestra plata.
Sin parar de caminar ni un segundo, dejó la bolsa en el palo en donde colgábamos la basura y enfiló hacia la calle Defensa. Yo lo seguía lo más rápido que podía. No paramos de caminar hasta que llegamos al kiosco de Don Guido. Ahí nos compramos una bolsita de Yummis, tres Yapas y un Topolino para cada uno. Hicimos bien, la hiperinflación estaba consumiendo nuestros ahorros.

jueves, febrero 05, 2009

Infinito punto rojo

Esta escena puede desarrollarse en una plaza del conurbano un domingo de febrero a eso de las siete de la tarde. Puede ser también una discusión entre hermanos antes de una siesta al terminar el almuerzo. Pero ésta en particular, este debate sobre el coraje y un poco también sobre la exageración y la incredulidad, acontece en un arenero. Un arenero de escuela de esos que están repletos de piojos y en los que los gatos hacen caca y después pacientemente la entierran.
- Mi papá corre más rápido que un auto – increpa el primero, que íntimamente sabe que está exagerando, pero si el segundo agarra viaje, sigue la discusión y hasta un poco se lo cree.
- Mmmm, ¡Qué hambre! ¿Cómo va a correr tan rápido como un auto? – murmura el segundo. Pero el primero no le presta atención. Le da a entender con los gestos de la cara y con el agitar de los brazos, que si no sube la apuesta se van a tener que seguir aburriendo todo el recreo.
- Mi papá tiene unas zapatillas Nike que cuando se las pone corre mucho más rápido que un avión – el segundo entiende el mensaje y gritando tapa lo que anteriormente había susurrado. Además no le gustó nada que lo trataran como a un maricón que no aceptaba un desafío.
- Y el mío corre a un millón de kilómetros por hora –
- Y el mío a cien mil millones de kilómetros por un millón de kilómetros por hora –
- Ah sí, y el mío corre a infinito –
- Y el mío corre a infinito, infinito muy infinito –
- ¡Ja! El mío corre a infinito punto rojo –
Y ahí si, la discusión llega a su fin. No hay más que decir. No hay algo más grande que infinito punto rojo.
Todo el mundo sabía que después del infinito venía el infinito punto rojo. Pero es curioso, el infinito no es un número, es un concepto. Y además es un concepto que de por sí implica que no hay nada más allá, que algo no tiene fin. El infinito invalida la posibilidad de que haya un infinito más infinito, valga la redundancia. El infinito punto rojo es entonces un invento.
Pero cómo puede ser que miles de niños exageráramos impunemente apelando al concepto de infinito punto rojo. Ya era un error usar al infinito como un número, con módulo, pero llegar al punto de añadirle un puntito rojo para convertirlo en algo más que lo más, es muy curioso. ¿Cómo se creó el mito? ¿Por qué se propagó por la juventud con complejos de inferioridad?
Recuerdo que cuando tenía más o menos ocho años, después de haber hecho uso y abuso del infinito punto rojo, me agarró la duda y se me ocurrió preguntarle a mi viejo. Y él, o no me prestó atención o yo no me acuerdo bien o me batió cualquiera, pero recuerdo que me confirmó su existencia. Me dijo que sí, que existe un infinito particular cuando el infinito es muy grande. Crecí con ese error conceptual, y después cursé el secundario y después fui a la facultad y jamás oí hablar del tema desde la academia.
¿Y el infinito? El infinito por supuesto que existe. Es un concepto lógico. Y la matemática lo toma de ahí y lo usa con sumo cuidado; siempre teniendo presente que es una concepción dentro de lo imaginario, nunca plausible. Y la física lo toma de la matemática, que a su vez lo toma de la lógica; y lo utiliza, siempre en el plano de las conjeturas. Como decía anteriormente, para la ciencia no hace falta el concepto de infinito punto rojo, porque algo más grande que muy grande sigue siendo infinito. Con el infinito basta. Conclusión: es incorrecto el concepto de infinito punto rojo. Corolario: no hay que creerle nada a los padres. Jamás.
Eso sí, cuando uno quiere mucho a alguien; cundo no lo ve y siente ese vacío y se lo extraña, ahí el infinito no alcanza. Y ahí se extraña hasta infinito punto rojo.

lunes, febrero 02, 2009

Escuela de campeones

Navarro Montoya, Mac Allister, Simón, Giuntini y Soñora. Tapia, Giunta, Cabañas. Márcico, Manteca Martinez y el Betito Carranza. Y aunque Carranza no haya jugado todos los partidos del apertura ´92, yo al equipo me lo acuerdo así, o me lo quiero acordar así. No eran grandes jugadores. Excepto quizá el uruguayo Martinez, los demás eran del montón, pero valía la pena pasarse las tardes de domingo escuchando la radio y durmiendo la siesta también. Me acuerdo de sus jugadores, de casi todas las fechas de ese campeonato y hasta de varios de sus suplentes. Me acuerdo del partido contra River, en el que el Mono atajó un penal y Boca ganó, no puedo recordar con gol de quién, pero me parece que del Manteca Martinez. Ese torneo, Boca perdió sólo dos veces, una con el Independiente de Islas y otra contra Deportivo Español. Recuerdo la última fecha contra los tucumanos y que Boca le ganó a Central 3 a 0 bajo una lluvia torrencial.
Hay muy pocos equipos de los que recuerdo con tantos detalles sus campañas, que los haya disfrutado tanto que aún perduren en mi memoria. Uno de ellos es la selección de Basile que fue al mundial 94. Con Maradona, el Pájaro Canigia, Redondo y Batistuta. Una aplanadora. Obligatorio rever el partido contra Nigeria de la primera ronda. Otro de estos equipos, el Boca de Bianchi del 98´-99´, era demoledor. Metía un gol y cerraba la persiana del partido. Encima ganó todo. Un equipazo.
Pero sin lugar a dudas, el equipo que más disfruté en mi vida, del que más recuerdos lindos guardo, es el equipo de Ramat Shalom que fue al torneo Ben Gurión del año 1991. Acá hacen falta aclarar un par de cosas. Ramat Shalom fue mi escuela primaria y el Ben Gurión era un torneo intercolegial de escuelas judías. Una vez por año íbamos a Hacoaj, en el tigre, y durante todo el día jugábamos un torneo de fútbol. Al finalizar la jornada, se nombraba a los ganadores de cada una de las disciplinas y se entregaba un trofeo o una medalla a cada equipo ganador.
Ese equipo era mágico, ganamos el torneo de punta a punta y sin recibir ni un solo gol en contra. Metimos como cuatro goles por partido y la primera ronda la pasamos sin despeinarnos. Me acuerdo de que en octavos nos cruzamos con los religiosos y no hizo falta manotearles la kipá para sacarles la pelota (método infalible que se solía implementar contra estos equipos) porque igual no la veían ni cuadrada.
Los equipos eran de nueve jugadores, y el nuestro tenía además un suplente. En el arco estaba Bruno, un pibe de quinto, bastante alto y que atajaba como los dioses. Un día, no recuerdo bien si yo estaba jugando ese partido o lo veía desde atrás del alambrado, atajó un penal estirando los pies, porque le habían pateado la pelota al lado contrario al que él se había tirado. Exactamente de la misma forma había atajado un penal Benji en los Supercampeones, la diferencia es que Bruno lo había hecho de verdad y la pelota no había tardado media hora en llegar al arco. Además, se parecía mucho al arquero del Ñupi y usaba también una gorrita que le tapaba los ojos.
De tres jugaba Sergio Salon, no era ni bueno ni malo, de él no hay mucho para decir. Me lo volví a cruzar de más grande, porque sus padres eran amigos de los padres de Mariano, uno de mis mejores amigos. De marcador central jugaba Ulman, que era bastante rústico, pero de dos funcionaba bien. De él se generó un mito que doy fe que es real, porque lo vi con mis propios ojos la primera vez que nos cambiamos todos juntos para ir a la pileta. Y es lógico que se lo recuerde por eso y no por su calidad como defensor; y eso que en el área se hacía respetar. De seis alternaban uno de los mellizos Ross y un tal Varsky que era de quinto; eran bastante malos los dos. De cuatro jugaba yo, y así estaba conformada la defensa del equipo.
Lo más destacado era el ataque. Tenía una contundencia inigualable y todos eran muy buenos con los pies. De central jugaba Daniel Katan, que era muy habilidoso. Un tiempo después se fue a vivir a Israel y no lo volví a ver nunca más. Por izquierda jugaba Federico Schiber, un muy buen jugador. Por derecha Emiliano Feler, el mejor jugador de fútbol no profesional que vi en mi vida. Finalmente, el equipo lo completaba Ariel Abrameto, un pibe de quinto bastante rápido y un delantero letal.
La defensa del equipo no era diferente a la de otros, pero la delantera era muy superior. Por eso todos los partidos terminaron por goleada. Hasta la final. Lo que no me acuerdo bien es si dimos la vuelta olímpica, yo supongo que sí.
Hace poco fui a una reunión con los chicos del primario. Rememorando anécdotas, alguno recordó lo bien que jugaba ese equipo y el Ben Gurión que habíamos ganado ese año. Uno empezó a dictar la formación como si fuese un equipo de “Deportes en el recuerdo”. Alguno, no me acuerdo bien quién, osó recordar que yo había sido un muy buen cuatro y que en ese campeonato había jugado muy bien. Lo que no se acordaba, lo que ninguno guardaba en su memoria, es que ese equipo era tan bueno que yo no toqué una sola pelota en todo el torneo.

lunes, noviembre 10, 2008

Caminitos

“Yo escribí una cosa que se llama poema,
para Élida, porque me enamoré de ella,
y lo escondí arriba del ropero;
después me fui en bicicleta y lo tiré
por el ferrocarril, para que nadie se entere
que me gusta
la poesía
y Élida”
Daniel Durand



Hola cómo andás?...bien, bien, todo bien, con ganas de verte…se te extraña…¿Te venís para casa?... Qué bueno! Te digo entonces cómo llegar. Tomate el tren que va para Once, subite del lado más alejado de donde entrás al andén, así estás más cerca de la salida. Sino, te vas a tener que atravesar toda la estación, ni da. Cuando te bajes, si no sacaste boleto, no hay drama, mandate hasta el fondo del andén así no te agarra ningún guarda y ahí saltás para el lado contrario de donde bajaste, cruzás las vías y ya está, estás en Haedo. Si sacaste boleto, mejor, vas derecho a la salida y muy cancherita le mostrás el boleto al guarda. ¿Viste qué bueno tener boleto y que te lo pida el guarda? A veces cuando no me lo piden se los muestro igual, para algo lo saqué, ¿no?. Entonces con lo que te expliqué ya estás en Haedo, es re fácil! Si tenés ganas, paseá por la estación, que es la más lida del mundo, o del oeste. El año pasado, el día que nevó, me fui hasta allá para verla cubierta de blanco. Y con mi gorrito de lana con un pompón y sacando vapor por la boca por el frío que hacía, me la recorrí toda y me la guardé en las retinas para toda la vida. Bueno, una vez que saliste de la estación, te conviene agarrar por Fassola, que es la avenida que nace ahí. Ojo, no te vayas para Rivadavia que te vas para el otro lado, para el lado de Morón. Si agarrás por Fassola, llegar a casa es más fácil y más directo, pero vas a ver sólo negocios, medio un embole. Cuando conozcas más, te voy a contar cómo llegar de otra manera mucho mejor, que es yendo por América. Es más lindo, porque ahí se ven casas más pintorescas y vas a ver realmente lo lindo que es Haedo. Un día te voy a explicar una forma de llegar a casa que es sólo para entendidos en Haedo, y vas a conocer las heladerías, “Las Flores” y también “Antártida”. Mejor, una vez vamos a ir juntos y nos vamos a tomar un helado con gustos frutales y nos vamos a sentar en la entradita de “Las Flores”, en la escalerita. Bueno, siguiendo por Fassola te vas a encontrar con un negocio que vende jueguitos electrónicos que se llama “Esteban”, como yo. No te imaginás lo grosso que era para mi cuando era chico que un negocio de jueguitos tuviera mi nombre…Sobre esa misma cuadra hay una galería que atraviesa la manzana y una casa que tiene flequillo, fijate, tiene una planta en el techo que cae y le tapa la frente, muy gracioso, parece rolinga. Ahora que pienso mejor, sí es lindo ir por Fassola. En la cuadra siguiente está el negocio jipi, que tiene cosas muy lindas. Ahí me compré un gorrito coya importado de Bolivia. En el invierno lo usé mucho, pero ahora que se viene el verano lo voy a tener que guardar. Y también seguro que te cruzás con un montón de gente, que a eso de las siete, cuando empieza a bajar el sol, sale a dar un paseo por la estación. Seguí caminando derecho por la avenida y, llegando a Directorio, te vas a encontrar con el Niño Paja, un muñeco muy simpático que vive en una casa antes de la esquina. Lo tenés que ver, es adorable. Si no te lo cruzás, porque seguís de largo, después pasamos y te lo muestro. Por esa avenida tenés que caminar como nueve cuadras en total, hasta que te cruces con una estación de servicio. Si te acordás y tenés ganas, al lado de la estación hay un kiosco, comprate una Coca, sino la compramos después, antes de comer. Y ahí, la de la estación de servicio, es Igualdad, que es la calle donde vivo yo. Agarrá esa calle. En la primera esquina vas a ver una iglesia muy grande y en la calle va a estar el cura, hablando con alguna persona. El tipo tiene cara de manosear a lo chicos, pero por las dudas yo no digo nada, hasta que no tenga nada confirmado. Y ahí seguí derecho, y en la cuadra siguiente, que es donde vivo yo, te vas a cruzar con un viejo fumando en el zaguancito de su negocio, ese es Foucault y vive de venderle plantas a mi hermano. El tipo es muy molesto y pegajoso, vas a ver que la próxima que vengas ya te saca charla. Y eso es todo, caminás hasta que termine la cuadra, una casa antes de llegar a la esquina…abrí la rejita que seguro que no tiene la traba puesta y yo me voy a dar cuenta de que llegaste. Yo voy a estar leyendo el libro de Rimbaud que te conté, y también voy a estar escuchando un disco de Café Tacuba, que sé que a vos te gusta mucho. Por las dudas tocá el timbre, por si justo estoy haciendo otra cosa y no escucho la rejita.

jueves, octubre 23, 2008

Instrucciones

1. Instrucciones para encontrar al perro ahogado en la pileta
Abrir la puerta de la casa girando la llave con sigilo. Acordarse de que aunque uno tendrá las instrucciones en mente, en ese momento no estará al tanto del tan devastador porvenir. Girar la manija lentamente, ésto le dará a la escena un suspenso y una emotividad particular. Caminar despreocupadamente hasta la alacena y recoger el alimento balanceado. Fijarse la fecha de vencimiento, sería una pena intoxicar al perro. Acercarse al patio y buscar el recipiente donde se le sirve la comida. Notar algo raro, una carencia, algo que está fuera de lugar. Levantar los brazos desesperadamente. Llevar las manos a los ojos. Gritar como un niño que ve un perro hinchado flotando en una pileta. Llevar las manos a los oídos para no escuchar. Grabar la escena por el resto de nuestros días. Si se puede, llorar. Importante, no intentar resucitaciones con electroshocks a lo Ben Stiller en “Loco por Mary”, todo intento será inútil. Es mucho más dramática la situación si el que muere es un caniche en una pelopincho.



2. Instrucciones para deprimirse
A continuación, se abordarán los pasos estratégicos a seguir para lograr una depresión. Para aquellos que estén en busca de un bajón pasajero, un período intimista, las instrucciones no le serán de mucha ayuda. Si en cambio, lo que se busca es una depresión mayor, seguir al pie de la letra, sin apartarse, las siguientes propuestas:
El primer paso a dar, para embarcarse en el proceso, es comprarse una bata y unas pantuflas. No quitárselas por nada del mundo. A continuación, para comenzar a despojarse de las inercias que impiden la caída, alejarse abrupta y definitivamente de todo tipo de amistad. Se recomienda borrar todos los contactos del celular, exceptuando los pertenecientes a los compañeros de trabajo. Rechazar indefectiblemente todo tipo de propuesta que implique abandonar el hogar. Mantenerse estoico en esta posición, el hecho se salir puede interferir enormemente con el proceso. Pasar las tardes acostado viendo la telenovela en la que el protagonista es cuadripléjico y sólo mueve el anular de la mano derecha, por las noches mirar fútbol por televisión. La terapia requiere además el escaso cambio de la vestimenta, que la ropa sea parte de la piel. Para finalizar, engancharse con un amor imposible y llorar todas las noches por esta desazón. Si después de seguir estos pasos, uno no se siente como un excremento de larva, es porque aún hay algo que lo mantiene con ganas de vivir. De todas formas, reiniciar la secuencia. Por las dudas.



3. Mi mejor amigo imaginario
Hasta los ocho años de edad tuve un amigo imaginario. Lo conocí el primer día de clases en salita de cuatro, y desde ese momento hasta que se fue de viaje fuimos amigos inseparables. Yo recuerdo vagamente ese día, me acuerdo que fui el último de la salita en entrar, que justo sobraba un lugar a su lado, que me senté y que mis papás me despidieron desde la puerta. Recuerdo que él me preguntó cómo me llamaba y que yo le contesté mientras me tapaba la cara con una mano, porque el reflejo del sol era muy intenso. Él me dijo que se llamaba Peter sin que yo le preguntara.
Los días pasaron y con el tiempo nos fuimos haciendo más amigos, hasta que un día nos dimos cuenta de que éramos mejores amigos. Jugábamos juntos en la salita, cuando íbamos al arenero y un par de veces vino a casa y jugamos a tirarnos naranjas. Yo notaba que algo raro pasaba, en el jardín las maestras me miraban todo el tiempo y un día citaron a mi mamá para hablar de algunos asuntos.
Pasó salita de cuatro y vino salita de cinco y ahí se afianzó nuestra amistad. Ya no dejábamos que nadie jugara con nosotros. Cuando alguien se nos acercaba, nos íbamos a jugar a otro lado. Después vino el fin del jardín, y con él, nuestra primera despedida. Parece que el padre lo quería mandar a una escuela más importante, y aunque él le suplicó que prefería quedarse en mi escuela, el padre no quiso saber nada. Así pasé parte de los peores meses de mi vida, aunque mis padres lo veían como una insipiente mejoría.
Antes de mitad de año Peter volvió a mi escuela. Decía que su papá no había podido soportar la cuota del nuevo colegio, que parece era bastante caro. Así fue como volvimos a nuestras andanzas, íbamos abrazados por la escuela en todos los recreos, y aunque la maestra nos sentó en diferentes bancos, yo me paraba para mostrarle mi cuaderno y él me mostraba el suyo. Como antes de su partida, no le dábamos importancia a los demás compañeritos del grado, éramos mejores amigos y punto. Mis padres empezaron a preocuparse por mis actitudes y amagaron con mandarme al psicólogo varias veces.
En segundo grado, ya no hacía nada si no era con Peter, por lo que para mitad de año, el hecho de que yo necesitaba visitar un psicoanalista era evidente. Fue así como mis padres decidieron que empezara una terapia. La terapia en sí me parecía un embole, me hacían preguntas pelotudas, me hacían jugar con animales, dibujar a mi familia y varias veces me preguntaron sobre Peter. Yo al principio no contaba nada, porque Peter me dijo que no me convenía, pero con el transcurso de las sesiones me fui haciendo un poco amigo de la terapeuta, y en una ocasión le conté sobre mi amigo. Con el tiempo acepté que Peter no era real y me fui haciendo amigo de mis compañeritos del grado. Para mitad de tercer grado, la psicóloga charló con mis padres y decidió que Peter debía irse a vivir al exterior, eligieron como destino Israel. El día anterior a su partida nos vimos en mi casa e hicimos un pacto de sangre por nuestra amistad, yo me puse a llorar y tardé mucho tiempo en recuperarme. De Peter no supe más nada, nunca más lo volví a ver.

Resulta que la semana pasada, mientras chateaba por MSN, me apareció de repente una ventana solicitándome que aceptara a un nuevo contacto. Cuando leí quién era, al principio me asusté mucho. Era Peter, mi amigo imaginario de la infancia. Yo dudé mucho, no sabía qué hacer, no podía ser una broma porque nadie sabe la historia de mi amigo imaginario salvo mis padres. Pero descarté esta posibilidad, porque no creí que ellos tuvieran la astucia como para hacer ese chiste tan gracioso. Dejé pasar unos días, hasta que finalmente lo acepté.
A los pocos días coincidimos los dos en MSN, yo me di cuenta de que estaba conectado pero no me animé a hablarle. A los pocos minutos de conectado, me apareció una venta en la que Peter me preguntaba en qué andaba, cómo me iba y cómo andaba mi familia. Yo le contesté todas sus preguntas y nos quedamos charlando un rato largo. Para el final de la conversación, me contó que está viniendo a la argentina el mes que viene y que le gustaría que nos viésemos. Yo le dije que estaba todo bien, que estaría buenísimo reencontrarnos.
Así que ya saben, si me ven solo en un bar de Ramos, no se preocupen, estaré tomando una cerveza con Peter. Eso sí, háganme el favor de ver la velocidad con la que nos bajamos la cerveza.



4. Instrucciones para esperar el colectivo
Hay líneas de colectivos más copadas que otras. Por ejemplo, el 166, que va de Morón a Pacífico es uno de los peores. Lo odié por mucho tiempo y aún lo sigo odiando. Me lo tomaba todas las mañanas para ir al secundario. El 1, que va de Morón a Primera Junta viene seguido, pero no me gustan tanto los nuevos colores que tiene, perdió personalidad. Cuando era chico tenía una fascinación particular por los colectivos. Repasaba con la mente todos los números, diferenciando aquellas líneas en las que alguna vez había viajado de las que nunca había tomado. Además juntaba boletos no capicúas, me encantaban sus colores y diseños. Mi viejo no me dejaba coleccionarlos porque decía que los hacían de algodón reciclado de hospitales. Me acuerdo además de la primera vez que me tomé el colectivo 2, que va a la Aduana. Sus colores eran muy ochentosos, mostaza mezclado con bordó.
Siempre que tomo una línea de colectivo por primera vez, tacho mentalmente su número de la lista. Tengo como objetivo final de mi vida, haber viajado en todos los colectivos de Buenos Aires. Otra fantasía que tengo desde chico es descubrir empíricamente el lugar más lejano al que puedo llegar desde mi casa sólo haciendo combinaciones de colectivos. Obviamente que puedo caminar, pero sólo unas cuadras para poder tomar el siguiente. Uy, por fin! Ahí viene el colectivo.

viernes, octubre 10, 2008

Vos ya lo sabías de antes

Navegando por los recovecos más insípidos de la jornada laboral, me di cuenta de algo muy notorio: pocos seres humanos tienen tanto talento como mi amigo Bary para encontrar el sobrenombre ideal para una persona. Para descubrir ese perfecto apodo que resume la figura de un ser en una única palabra.
Además de la calidad de los sobrenombres y de la inventiva de las frases utilizadas, tiene un currículum que es abrumador: Alambres, Choripán con champagne, Primavera, Macaco… Todos son, además de muy creativos, adorables. Siempre logra mantener esa relación biunívoca e indisoluble entre el ser analizado y el significado de los apodos; me parece que el sobrenombre ya existe de antes, él sabe cómo materializarlo en una frase.
Repetidas veces me pasa que me imagino a mis amigos cuando sean grandes. Cómo serán como padres, de qué van a trabajar, si van ser pelados u obesos. El fin de semana pasado me encontré imaginándome a Bary en el futuro y me di cuenta de que, tarde o temprano, va a terminar ganando plata por inventar sobrenombres. Indefectiblemente, sean cual fuesen las vicisitudes de su vida, va a terminar poniendo su propio local con un gran letrero diciendo: “Aquí nomenclatura de humanos, entre y cuando salga ya no será el mismo”. Nadie cambia tanto porque le inventen un sobrenombre, pero Bary de grande va a seguir siendo un poco exagerado.
Un día va a inaugurar su negocio y, sin dudas, vamos a tomar unas cervezas en su honor. No me extrañaría que este ritual se mantuviera por un tiempo, aunque el local se haya inaugurado ya hace muchos años. Lo vamos a ir a visitar seguido y el nos va a recibir en su consultorio. Cuando esté atendiendo, no nos va a poder seguir las charlas, porque para lograr un buen sobrenombre hace falta mucha concentración y disciplina.
Van a pasar por su consultorio mujeres con sus hijos, chicas y amigos, todos en búsqueda de su verdadera identidad, del mote que la vida les ha negado por años. Se irán todos muy contentos y con el tiempo su fama como nomenclador se irá propagando por el barrio.
Un día va a caer Nico a visitarlo, él no se va a poder resistir y va a querer inventarle un sobrenombre. Seguramente Nico se va a negar y Bary, como buen anfitrión que es, no va a permitir que nadie se vaya de su negocio sin un apodo creado ad hoc. Va a poner todas sus fuerzas, se va a concentrar como nunca antes lo hizo, pero va a fracasar en su intento. Va a reintentarlo una y otra vez, obteniendo iguales resultados. Su impotencia lo va a llevar a sentirse mal, quizás hasta a llorar. Nosotros lo vamos a consolar, un fracaso no es nada, y le vamos a decir lo mismo que ahora: - Vos ya lo sabías de antes, Nico nunca va a tener sobrenombre -.

miércoles, septiembre 24, 2008

Vocación

Considero que la vocación, junto con el sentido común, son dos de los mitos más influyentes y a las vez más negativos en nuestras vidas. Y aunque estimo que el denominado “sentido común” es más importante a la hora de justificar el status quo y fomentar los prejuicios más arraigados en nosotros, en esta oportunidad me ocuparé de la vocación. ¿Por qué? Porque se me ocurrió un cuento sobre la vocación y no sobre el sentido común. El del sentido común lo debo.

Año 1984 u 85´. Verano. En mi casa, de noche, sólo se oían los grillos a ritmos constantes y el rozar de las aspas del ventilador con el aire. Esta conjunción la recuerdo ahora como el mismísimo sonido del silencio.
En su habitación, nuestros padres dormían destapados, con el ventilador a la velocidad máxima y mi papá en calzones, porque el calor era sofocante. En la cocina, mientras tanto, mi prima, mi hermano y yo montábamos el primer laboratorio experimental de análisis de bichitos de Haedo. Suena despampanante esta denominación. Probablemente en otras casas del barrio, otros chicos estaban armando laboratorios parecidos. Pero permítanme que lo recuerde así.
Al principio nos interesaron los bichos bolita. Los tocábamos para que se contorsionaran y formaran una bolita. Después nos dimos cuenta de que cuando los soplábamos se quedaban quietos. Al poco tiempo ya no teníamos más nada que investigar de ellos y nos dedicamos a menesteres más importantes. Menos mal que a ninguno de nosotros se le ocurrió sacarles las patitas de a una para ver cuántas patas soportaban que les cortáramos. Éramos capaces de eso y de mucho más.
Con el afán de investigación que poseíamos como humanos, rápidamente empezamos a dedicar todos nuestros esfuerzos, todas nuestras noches, a dar solución a una simple y única cuestión. ¿Cómo carajo hacían los bichitos de luz para iluminar? No habíamos escuchado ni de la luciferina ni de la luciferaza. No sabíamos lo que era un Amper, menos un Lux. Es más, recién empezábamos a ir al baño solos y a veces nos hacíamos encima antes de llegar al inodoro por falta de práctica.
Como cazadores furtivos salíamos a intervalos prefijados a recolectar nuestro material de análisis. Esperábamos a que los bichitos de luz irradiasen con su máxima intensidad, para rápidamente agarrar con nuestras manos la mayor cantidad de ellos. Los metíamos en una latita con una tela en la parte superior, para que pudieran respirar y no se murieran.
Mi prima Deby, por ser la más grande, era la líder del laboratorio. Nosotros le hacíamos caso y le sugeríamos alternativas de disección para poder obtener la fuente de la luz. Nuestros únicos instrumentos eran cuchillos y tenedores de cocina y agua. Mucha agua.
Habremos diseccionado más de cien bichitos de luz ese verano. Evidentemente no logramos obtener la tan preciada substancia, sino mi hermano tendría una lucecita en la punta de la nariz. En vez de eso, ese verano nos divertimos mucho investigando, pensando, jugando. Aún lo recordamos como un gran verano.

Después, con el tiempo, un día los padres lo ven al hijo mezclando substancias en el patio de la casa. Lo imaginan médico, ingeniero. Con el tiempo, le inculcan su vocación, y desde ese momento el joven deja de buscar la fuente de la luz de los bichitos porque tiene ganas, ahora lo hace porque todas sus cualidades nacieron para buscar la luciferina y la luciferaza. Nada más.

lunes, septiembre 08, 2008

Excursiones

Existe una costumbre judía que consiste en dejar una piedra pequeña sobe las lápidas, toda vez que uno visita a sus seres queridos en los cementerios. La tradición le parecía encantadora y, al igual que los Seder de Pesaj, era una costumbre que Lucas respetaba mucho. No le parecía interesante una religión con un día del perdón al año y, a pesar de su corta edad, detestaba que en la sinagoga la gente que pagaba más se sentara más adelante. Pero el hecho de hacer una ofrenda tan simple, tan cargada de vida pero a la vez por intermedio de un objeto inanimado, le resultaba inigualable. Por supuesto, odiaba que algún familiar llevase flores a los muertos. ¿Cómo podían ser tan cínicos como para llevar un ser en incipiente estado de descomposición a un muerto?
Esporádicamente iba al cementerio de la Tablada con sus padres o con sus tíos, y como muchas otras situaciones retorcidas de su vida de niño judío, era una de las excursiones más añoradas: levantarse temprano los domingos a la mañana, mojarse la cabellera con suficiente agua como para achatar sus rulos y partir sin desayunar y casi sin abrir los ojos hacia el cementerio. A eso de las once de la mañana ¡Tenía un hambre! Y se repetía con tanta rigurosidad que ya era una parte pintoresca de la travesía.
Una vez adentrado en el lugar, y a pesar de su corta estatura, le gustaba ponerse en puntas de pie y divisar el horizonte. Le impactaba darse cuenta de que no veía más que lápidas y que respetaran tramas tan regulares. En realidad no le llamaba tanto la atención esto último, era sólo para confirmar lo que siempre había pensado, el orden era de los muertos, la vida es el desorden.
Cuando alguno de sus padres se detenía para orientarse y decidir por qué camino proseguir, Lucas aprovechaba para levantar algunas piedras del camino, no sea cosa que la tumba de algún familiar lo agarrase desprevenido. En cada lápida en la que se detenían, aunque Lucas no conociese ni haya oído jamás el nombre de ese antepasado, dejaba una piedrita. Se inclinaba lentamente, y con el respeto y la solemnidad que él creía que la situación ameritaba, apoyaba una piedra.
Cierto domingo tuvo la suerte de que sus padres decidieran ir al cementerio. Pocos minutos después de haber comenzado el recorrido, se detuvieron frente a la tumba de un hombre que por la foto parecía horrendo. Tenía cara de viejo y los viejos carecen de cualquier manifestación de belleza, aunque sea la más mínima. Lucas no tenía ganas de dejarle ninguna piedra. Se alejó lentamente haciéndose el distraído y se topó con la tumba de otro señor. Estaba muy descuidada y le pareció que hacía mucho que ningún pariente lo visitaba. Levantó la cabeza, miró la foto en la lápida y le pareció reconocer a un tipo simpático. Por eso alargó su brazo y le dejó una piedrita.


lunes, agosto 25, 2008

Cuentos extra cortos

1. Historias desde la ciudad, historias desde el mar
Al principio no entendimos nada. Veíamos pasar camiones por la mañana, depositar materiales cerca de la estación y retirarse vacíos por las noches. Supimos rápidamente que era una construcción, y por el tamaño de las palas mecánicas que trabajaban en el lugar, imaginamos sus dimensiones, y eran enormes.
Con el tiempo, algunos vecinos pudieron acercarse y así empezaron a surgir los rumores, podía ser tanto un parque, un shopping gigante o una mansión.
A los pocos meses empezaron a llegar camiones repletos de arena, containeres trayendo caracoles y tambores llenos de sal. Una mañana, mientras nos vestíamos para ir al colegio, llegaron peceras gigantes con peces de todos los colores y esa misma tarde, aparecieron unas especies de turbinas con palas gigantes.
Cuando en la tele hicieron un informe sobre el lavado de dinero y las construcciones, a nosotros no nos importó nada, porque ¡El mar había llegado a Haedo!


2. Un secreto
El verano pasado, cuando viajé a San Marcos Sierras, me enteré de un secreto que no muchos saben. Me parece que Deby, René y Anita ya lo sabían, pero cuando les pregunté se hicieron los que no tenían ni idea de lo que les estaba hablando.
Una tarde, salimos de la casa de René y Deby para el centro, pero al final compramos un paquete de galletitas y nos fuimos a lo de Leo, que vive bastante alejado del pueblo. Dejamos el auto en la calle y subimos el monte. Ahí, detrás de un grupo de árboles, en la cima de un pequeño monte solitario, vimos su casa. Era chiquita, porque su mundo no era muy grande. Vimos sus perros, que eran como corderos, vimos sus plantas y algunos arbustos, que parecían baobabs.
Y allí fue que descubrí el secreto. Leo es El Principito y vive en San Marcos Sierras.


3. Cruzada anti-tute
Cada vez que nos juntamos con los chicos a hacer la previa los fines de semana, después de una breve charla sobre nuestras vidas y de cómo nos fue en la semana, terminamos jugando indefectiblemente al tute. Yo desde hace mucho tiempo soy intransigente y no participo del juego bajo ningún concepto.
Podría esbozar muchas teorías de diván sobre la razón de tan drástica decisión. Podría decir que durante toda la semana estoy detrás de una computadora, que la angustia me carcome y que la soledad invade a todos los seres en esta oficina. Podría inferir que el esperar con ansias las reuniones con amigos es en parte para alejarme de semejante introversión. Y cuando llega el fin de semana, otra vez encerrado, esta vez detrás de las cartas. La angustia me carcome.
Podría decir que el tute es el opio de los pueblos y que los chicos se pueden ir un poquitito a la mierda. Pero no, no es eso, la verdad es que no me gusta el juego.


4. Niño Paja
En mi barrio, en la puerta de una casa sobre la calle Fasola, hay un muñeco muy simpático. Tiene una cabeza con pelos, tiene por ojos unos botones y por pies una maceta. Yo lo hubiese llamado Cabeza de coco, pero cuando lo conocí ya tenía nombre. Y una historia.
Cuenta la leyenda que este muñeco, tan adorable y estático, se vale de las chicas más lindas que pasan por el barrio. Al ver a una de ellas, flexiona sigilosamente sus manos y se acaricia el bicho.
Natalia y Nahir me hicieron percatar de su presencia. Una tarde que vinieron a casa, fueron víctimas de su frenesí.
Yo cada vez que paso lo vigilo, esperando a que una chica linda camine cerca. Un poco para verlo en acción y otro poco para ver a la chica. Pero no, él se mantiene inmutable.
Esta es la historia del Niño Paja, un muñeco como cualquier otro, pero con una irrefrenable tendencia al onanismo exhibicionista.


5. Río Quilpo, te quiero igual
El sol asoma por detrás de las montañas y ya a esta altura la temperatura debe superar los treinta grados. Yo estoy dentro de la carpa, me levanto y me acerco a la orilla del río. Estoy cansado, un poco deprimido y con muchas ganas de volverme a mi casa. El único problema es que estoy a seis quilómetros a pie del pueblo, y a su vez, a ochocientos quilómetros de Buenos Aires.
Intempestivamente decido emprender el viaje. Me saco la remera y la pongo en mi cabeza. El sol golpea fuertemente sobre mis hombros, son las once de la mañana. Agarro la mochila y la ajusto fuertemente a mi cuerpo.
Recuerdo que para llegar hasta esta margen del río tuvimos que atravesar la ladera del monte, y que fue difícil pasar por sobre las rocas. Camino por el sendero alejándome del río hasta un punto que me permite ver la perspectiva del monte que debo atravesar para llegar al camino. Me parece evidente que es mejor subir el monte siguiendo el sendero y luego descender por su parte posterior, a repetir la travesía elegida para arribar a la margen del río.
El calor es sofocante pero las ganas de volver son más fuertes, por lo que, siguiendo el sendero, camino por el monte esquivando las ramas puntiagudas de los arbustos. Aunque me contorsiono, me es difícil evitar los rasguños de las ramas sobre la piel. En poco tiempo tengo incontables marcas sobre el cuerpo, algunas de las cuales sangran.
No pasa mucho tiempo para que me de cuenta de que lo que yo concebía como senderos hechos por el hombre, son los claros naturales que producen las rocas sobre la tierra. Además no puedo memorizar el trayecto seguido, evidentemente estoy perdido. Me desespero, pero por simple instinto. Estoy en el medio del monte, solo, sin agua y perdido. Parado, sin ninguna protección del sol, exhausto, algo llama mi atención. Será porque el sol está en el cenit o porque finalmente ya no siento nada, pero ya no veo mi sombra.

sábado, agosto 16, 2008

Manifiesto sobre cómo morir decentemente

A modo de introito, y con el afán de iniciar al nuevo lector en el arte del decente morir, es imprescindible partir del concepto básico en el cual se cimienta el presente desarrollo, a saber: todos nos vamos a morir. Como corolario de la certeza anterior, y destacando la importancia del siguiente argumento, existen infinitas circunstancias en las que un ser humano, un ser vivo en general, se puede encontrar cuando enfrenta el final de sus días en este mundo. Un hombre mayor puede morir atropellado por un colectivo de la línea 166 mientras se distrae mirando a una joven con pechos exuberantes. Un joven puede fenecer en un accidente de tránsito, cuando un colectivo de la línea 57 no frena en la esquina de Santa Fe y Juan B. Justo porque el colectivero se distrae viendo a la misma joven. Otro hombre puede morir porque se asfixia al aspirar su propio vómito y otro porque su cerebro no quiso más.
De las infinitas combinaciones de circunstancias que pueden llevar a un ser humano a finalizar su vida, la que más admiro, la más elegante y la que nos ocupa en el siguiente manifiesto es el suicidio.
Existen diversas razones por las cuales el argumento expuesto es inexpugnable. No siendo el objetivo del presente el convencimiento del lector sobre lo placentero de cualquier homicidio en el que uno es la víctima, sino un resumen de las ventajas que esta práctica da sobre la decencia al morir:
1- Despojándose de cualquier hecho fortuito u azaroso, la decisión recae pura y exclusivamente sobre el portador de la vida. Un argumento irrevocable, que devuelve al ser humano la posibilidad de elección. Siendo el nacimiento un hecho sobre el que el portador de la vida no tiene injerencia, el fin del martirio puede suscitarse bajo los acontecimientos que el hombre libre decida. Por eso, no dejemos que hechos fortuitos o acciones ajenas decidan por nosotros.
2- Lo anteriormente expuesto determina que el hombre libre es inmortal hasta que decida morir. El presente Manifiesto no está en contra de la Vida, sino todo lo contrario. El hecho de decidir lo que de todas formas ocurrirá le otorga al ser humano beneficios como los anteriores, es decir, la Inmortalidad.
3- El hombre libre que muere decentemente decide el escenario en el que finalizará su estadía en el mundo. El hombre introvertido puede elegir la bañera de su casa, con un baño de sales, la mujer que gusta de la buena comida puede terminar sus días envenenada y el joven que siempre quiso volar puede dejarse caer desde las alturas. Del hecho de elegir el escenario de la muerte se desprenden dos ventajas aparentes. Por un lado el goce de la situación imaginada. Por otro, el evitar contextos desagradables y vulgares, como la sala de un hospital y la cocina de nuestra casa.
4- El momento cronológico de la muerte incide de manera determinante sobre la decencia del susodicho, comparemos sino las vidas (no necesariamente el talento) de Kurt Cobain y Charly García. ¿Qué hubiese sido de la decencia del segundo si hubiese tenido la gratitud de quitarse la vida hace veinte años?
5- A modo de refuerzo de las ideas anteriores, supongamos una muerte por la mordedura de un Bulldog, terminar nuestros días porque nuestras arterias se encuentran totalmente rellenas de triglicéridos o acabar en un hospital sin reconocer a nuestros seres queridos. Eso es barbarie, eso es indecencia.

Por eso, y en apoyo a este Manifiesto, he decidido que mañana voy a morir.

lunes, agosto 11, 2008

Pequeños placeres o 50 razones por las que vale la pena estar vivo

* Pisar hojas secas: el placer máximo es seguir un camino sólo pisando sobre hojas secas. Confieso que lo hago muchas veces.
* Morder una goma de borrar.
* Imaginarse mordiendo porcelana fría.
* Una más sofisticada: Meter los pies en el mar cerca de la orilla. Cuando la ola se retira, el agua succiona la arena bajo el borde del pie.
* Ponerse plasticola en los dedos, dejar que se endurezca y armar bolitas.
* Estornudar.
* Poner la yema del dedo sobre la superficie de un líquido, venciendo la tensión superficial.
* Un clásico: explotar las burbujas del film de burbujitas que viene en algunos embalajes.
* Dormir hasta no tener más sueño, o levantarse sólo cuando el cuerpo ya no resiste estar acostado.
* El olor de un aserradero.
* Un beso de lengua con una chica muy linda.
* Que una chica linda me relojee.
* Nadar en un pelotero.
* Preparar a alguien para un examen y que apruebe.
* Aprobar un final: todo el proceso previo a recibir la nota es especial. Entrar a la facultad, subir por la escalera esperando el momento de ver la cartelera, seguir con la vista la lista de nombres, no encontrarse en una primera oportunidad, encontrarse, seguir con los ojos en forma recta hasta toparse con la nota, no encontrar un patito…
* Una charla reveladora con un amigo.
* Reirme hasta que me falte la respiración.
* El viaje de ida de vacaciones.
* Hacer una lista de cosas.
* Tener un secreto con otra persona.
* Soñar
* Repetir postre
* Estar de vacaciones
* Recibir un regalo: cuando uno es chico jamás el regalo puede ser ropa. Cuando uno es grande el regalo jamás puede ser un juguete.
* Comprarse un CD original, romper el celofán, ojear el booklet.
* Encontrar un CD muy bueno olvidado en la discografía de un amigo. Hacerse el boludo y pedírselo, y que el amigo ingenuo lo regale. Me ha pasado. Por eso tengo Nevermind de Nirvana.
* Mirar el sol y quedar encandilado.
* Mirar la luz fijamente por un tiempo y después mirar para otro lado y parpadear.
* Estar solo en el medio del monte.
* Mirar la ciudad desde un piso muy alto.
* Faltar al laburo.
* Ir a comprar libros.
* Hablar fuerte en una biblioteca.
* Taparse con muchas frazadas en las noches de invierno.
* Que nieve en el patio de mi casa.
* Que llueva sobre una vereda y sobre la opuesta no.
* Morder un caramelo duro.
* Chupar un caramelo masticable.
* Tomar mate con amigos.
* Hundir el dedo en esos panes verdes sobre los que se ponen plantas y flores.
* Pasar el dedo por una torta de crema y chuparse el dedo.
* Ir en un auto a toda velocidad con las ventanillas abiertas.
* Releer “El Principito”
* Despertarse en el medio de la noche, mirar el reloj y darse cuenta de que falta mucho para despertarse.
* Comer grana
* Jugar con la arena en la playa
* Leer un libro acostado sobre las piedras en la orilla de un río. Si las piedras tienen justo la forma inversa al cuerpo mejor.
* Comer un paquete de pastillas entero, una pastilla atrás de la otra.
* Escuchar el mp3 mientras viajo en colectivo. Mirando por la ventana parece un clip, las cosas empiezan a aparecer respetando el ritmo de la música.
* Comer un alfajor Jorgito.


jueves, agosto 07, 2008

Cuando crezca, el truco será seguir respirando *

Salí de la cocina a toda velocidad con movimientos espásticos, en realidad con la carencia de coordinación de un nene. Atravesé el pasillo que daba al patio con zancadas desiguales y al llegar a su fin me detuve frente al quinoto. Agarré aún más fuerte la escoba con la mano derecha y me dispuse a entonar el estribillo de “Los cancheritos de la banda”, nombre del grupo del cual yo era fundador y único integrante.
La vestimenta que lucía era la de un típico rockero de siete años: zapatillitas Adidas o Topper truchas, medias probablemente blancas justo por debajo de los tobillos y un pantaloncito rojo descolorido. Toda la escena estaba decolorada por los años 80, porque no sólo las fotos guardadas de esa época tienen ese color apagado, sino que las cosas se veían realmente con esos matices. Completando la indumentaria, y para convertirme en un rockero hecho y derecho, una vincha en la cabeza, una paleta de playa por guitarra y una escoba como micrófono.
El sol bajaba lentamente y yo seguía con mi performance. Rasgueos acelerados seguidos por punteos de prestidigitador, cuatro saltos a la derecha, vaivén de la cabeza como diciendo que sí pero un sí con confianza y meneos repetidos de la pelvis. Finalmete todo esto me condujo a encontrarme en el centro del jardín.
¿Sabría que esa misma noche mi papá me iba a pegar? ¿Que nunca me iba a animar a hablarle a la chica que me gustaba? ¿Intuía de alguna manera misteriosa que algún día me iba a sentir tan solo que me iba a largar a llorar? No, seguramente no, y por eso es que creo que si en ese momento quería y me lo proponía, podía ponerme a volar.
Tras de mi, el preludio del momento más vibrante. Y ahora sí, de rodillas en el piso, me dispuse a tocar el solo final. Tomé coraje y me adentré en esa supresión del espacio-tiempo en el que uno se interna cuando está concentrado en algo que le gusta hacer (también pasa a veces cuando uno se da un buen golpe o consume ciertos estupefacientes).
Con los labios apretados y los ojos nublados por la intensidad del sol, un reflejo se interpuso en la escena. Eran dos ojos…los de mi vecino…los de mi vecino Don Mario. Y una frase lapidaria: -Pibe ¿Qué hacés? – Cabizbajo, con los hombros caídos y la paleta rozando el pasto, comprendí todo. Así se terminaron mis sueños de ser un rockstar.

* When I Grow Up fue el cuarto single del disco
de Garbage Versión 2.0, que fue lanzado simultáneamente con el single de The Trick Is to Keep Breathing para publicitar la gira europea de la banda.

viernes, febrero 22, 2008

Debut

“No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad de camino” Decálogo del perfecto cuentista, punto IX, Horacio Quiroga.

Lejos estoy de lograr la prosa de uno de los mejores escritores sudamericanos, pero bueno, servirá uno de sus consejos como introducción para mi vuelta a las letras.
Cuando frecuenté la lectura de cuentos de HQ (Cuentos de amor, de locura y de muerte, Cuentos de la selva, Más allá, etc.) no me fascinaron en un principio. Influenciado por otras lecturas que frecuentaba, el decálogo mencionado (que estaba integrado al prólogo de mi edición de Cuentos de amor, de locura…) me pareció falto de estilo y poco rebuscado. Con el tiempo, tuve la posibilidad de “releer” estos cuentos mediante el paralaje que me dieron las obras de Chejov, Dostoievsky, Kipling… No es raro que estos sean favoritos de HQ y que además nunca haya releído sus textos, sino que los revaloricé.
A partir de las pocas palabras que tuve oportunidad de escribir en estos tiempos, me di cuenta de la importancia de lo que uno está leyendo en el estilo con que no sólo escribe, sino compone sus ideas en la cabeza. En mis primeros intentos de escritura estaba muy influenciado por cuentos cortos de escritores argentinos. Es por eso que las ideas se me generaban, por supuesto, en forma de cuentos cortos.
Lo que siento ahora es que, una vez más, la forma de escribir remite a los textos que estoy frecuentando en los últimos tiempos. Por un lado, el haber leído muchos textos técnicos me limaron mucha de mi posible apertura en la escritura. El hecho de tener que ser objetivo y conciso atenta claramente contra la necesidad de explayarse en la conformación de una idea. Por otro lado, considero que el haber visitado algunos blogs asiduamente, me permitió intentar una escritura menos agresiva y más amena. Finalmente, la escasa importancia que le doy a hilar entre temas me la copié recientemente de Zizek (el mismo decálogo de HQ me lo permite).
Preguntándome sobre la razón de tanto tiempo sin escribir, aún sabiendo que me hace bien hacerlo, la respuesta creo tenerla. Se que no voy a crear una gran obra, y esto me da una inercia a arriesgarme a hacer algo que probablemente no esté bueno. Se me viene a la mente el caso de El otro yo, que justifica toda su obra, desde mi punto de vista, con el disco “Abrecaminos”; es como un oasis de muy buenas ideas dentro de una obra de mucho menor calibre. Es justamente este caso el que me permite lanzarme hacia el abismo y arriesgarme con tal de que una diminuta idea germine. Jaromir Hladík, el protagonista de “El milagro secreto” pudo justificarse con el drama “Los enemigos”, y el tiempo para ello le fue otorgado. Yo, que estoy al pedo, voy a dedicar parte de mi tiempo a encontrar esa idea que me redima.
Más importante que eso es tener la suerte de revivir la emoción de tener un canal abierto donde puedan fluir mis pensamientos como cuando pequeño.