Coqui
De entre todos los regalos que estaban prolijamente esparcidos en la alfombra esa calurosa mañana, eligió rápidamente y sin cavilar a su nuevo osito. En realidad, no sabía todavía qué había adentro del papel que lo envolvía; por la forma podía ser un cohete, un tractor o hasta ropa, lo cual hubiese sido extremadamente frustrante. Pero por alguna misteriosa razón, Beto intuía, sabía cabalmente, que ese era el más lindo de todos los regalos, que ese era “El” regalo.
Se acercó dando pasos vergonzosos hacia el living, miró a mis padres que estaban a su lado como pidiéndoles permiso para abalanzarse sobre los regalos y agarró el que más le gustaba de entre los que mis viejos le señalaban que eran para él. Mientras estiraba con todas sus fuerzas de los extremos del paquete, un poco pispiaba para ver qué me había tocado a mí en suerte. Yo también hacía lo mismo, pero rápidamente pude abrir mi regalo, así que me dediqué a otra cosa. Y ante mí, un autito de colección. Un autito de posta, marca Bubby. Todo muy lindo, pero a mi me importaban un carajo los autitos, así que lo tiré al piso, lo dejé caer en realidad y seguí mirando cómo mi hermano luchaba contra su regalo.
Beto lo daba vueltas, tiraba de diferentes lados, pero no podía abrir el paquete. Tardó. Pero en cuanto logró rasgar el envoltorio, en cuanto pudimos ver un pedacito de inmensidad osuna, el mundo físico se detuvo. Por unos segundos nos quedamos observando boquiabiertos el bracito color celeste que asomaba entre los papeles. Después Beto no aguantó más, y con la sincronización de movimientos que se requiere para armar un origami, rompió definitivamente el envoltorio.
Ni bien tuvo al osito cara a cara, sintió la intempestiva necesidad de ponerle un nombre; lo miró fijamente abriendo muy grandes los ojos de sorpresa y musitó su nombre sin sacarle la vista de encima. Después lo repitió varias veces, como si el eco se prolongara en un rap adentro de su cabeza. Así nació al mundo Coqui, el osito de peluche de Jony. Raro lo de la necesidad de ponerle un nombre. Para esa misma altura, mi tío esquizofrénico nos había regalado dos ranitas de tela hechas por él con guata adentro, pero jamás se nos ocurrió ponerles nombre; ni siquiera Rana o Señora Rana.
Un día, aparecieron en mi casa unos pañuelitos de papel tissue y nos empezamos a sonar los mocos con carilinas. De igual manera, cuando nació Coqui, toda mi familia empezó a llamar así a la especie mejor conocida como osito de peluche. Al poco tiempo, a mi primo Ariel también le regalaron un coqui, pero color marrón. Era exactamente del mismo color que la alfombra de la pieza del fondo de la casa de mi Bobe; ¡Y encima tenía la misma textura! El de Beto, en cambio, era celeste como la de nuestra habitación, que después fue consultorio de mi vieja, que después fue la pieza de mi hermana Johanna. La diferencia fundamental entre ambos coquis, era que el de Ariel siempre se mantenía más elegante. Un poco porque era marrón y no se notaba tanto la mugre que acumulaba encima y otro poco porque era como dos años menor, y eso para un muñeco de peluche de un nene de seis años es un montón.
Por mucho tiempo, Beto no se despegó ni un segundo de su osito. Dormía con él, era el alumno preferido cuando jugábamos al maestro y un par de veces simulamos operarlo cuando jugábamos al doctor. Él siempre lo quería llevar a la escuela, pero mis viejos, cada vez que lo veían en la puerta de casa con Coqui en una de sus manos, le gritaban para que dejara al osito y saliese a la calle porque estábamos en veremos.
A todos lados donde iba Jony, Coqui lo seguía. Bueno, menos a la escuela.
Y un día, de repente, empezaron a suceder un par de cosas extrañas y Coqui no paraba de empeorar progresivamente.
El primer episodio fue una mañana de sábado. Beto dejó a Coqui en el piso de la pieza, justo debajo de su cama. Seguramente no lo dejó en ese lugar premeditadamente, lo más probable es que se haya deslizado desde la cama, y haya quedado sobre la alfombra, rozando los flecos del cubrecama. Y pasó lo que no tenía que pasar y la puerta del patio quedó abierta. Entró el perro, Floi, disparando hasta nuestra pieza, agarró al muñeco entre sus dientes y comenzó a despedazarlo con todas sus fuerzas. Sospecho que Floi lo tenía entre ceja y ceja al osito y se la tenía jurada desde hacía meses. A los pocos minutos, el perro apareció en la cocina con el muñeco colgándole de la boca y tuvimos que tirar con bastante fuerza para sacárselo de entre los dientes.
Desde ese acontecimiento, Coqui ya no volvió a ser el mismo. Tenía un tajo en la panza y si metíamos un dedo y abríamos la herida, se le veían claramente las tripitas. Con Beto lo notábamos raro, lo veíamos flaco y con un aspecto que no auguraba nada bueno. Mi hermano en realidad no estaba tan seguro, pero yo le insistía que Coqui estaba más flaco, más arrugado y lo convencí al decirle que cuando uno está todo el tiempo con otra persona, no se percata tanto de los cambios que sufre; pero que yo, que no lo veía tan seguido, me daba cuenta de que había empeorado. Lo ayudé entonces a que tomara la decisión de mostrarle la situación a nuestra mamá, que era médica y los médicos son como veterinarios, porque al fin de cuentas un oso tiene dos riñones, dos pulmones y un corazón. Tripitas, en definitiva lo habíamos visto ¡Coqui también tenía tripitas!. Y mi vieja salió con que estaba cansada de ese osito, que la teníamos patilluda con las pelotitas de telgopor que dejábamos por toda la casa y que nos dejáramos de romper un poco. Cabizbajos, volvimos a la pieza y Beto le prometió a su osito que desde ese momento lo cuidaría más que nunca. A los pocos días, el muñeco apareció sobre la cama de mi hermano con una costura en la panza.
Pasaron los meses y Coqui seguía empeorando. Ya le habían desaparecido los pómulos y si le apretábamos la cara desde ambos lados con nuestros dedos índices, sus cachetes se tocaban por dentro. Cundo Beto lo sentaba en alguna silla, tenía que sostenerle la cabeza para que se mantuviera erguida y que su propio peso no le quebrara el cuello.
Un día, mientras mirábamos en la tele una entrevista a un famoso, mi mamá salió de la nada con que era una lástima lo de este tipo, porque era muy bueno actor y estaba muy desmejorado porque tenía una papa. Inmediatamente le pregunté qué era eso de tener una papa, porque si fuese por eso, el verdulero Juan Carlos debería estar raquítico, y al contrario, tenía una buzarda gigante. Ella me contestó que es una enfermedad muy jodida. Que ese famoso tenía cáncer de páncreas. Las semanas siguientes, me la pasé indagando sobre qué era tener una papa y no paré de preguntarle a mi mamá sobre si se podía tener cáncer en diferentes partes del cuerpo. Una vez le pregunté si se podía tener cáncer de uñas, otro día si se podía tener cáncer de ceja y así sobre los lugares más extraños del cuerpo humano. Finalmente, en forma inductiva, llegué a la conclusión de que se podía tener cáncer de todo. Una noche de invierno, mientras dormía bajo un caparazón de mantas, se me cruzó por la cabeza y luego fue tomando más cuerpo, una conclusión desgarradora: Coqui estaba realmente enfermo; ¡Coqui tenía cáncer de muñequito! Esto jamás de los jamases se lo iba a decir a Beto, lo iba a hacer sentir mal, realmente mal. Prefería tener que decirle que yo era peronista, y eso que los dos éramos muy radichetas.
Y finalmente pasó lo que tenía que pasar y Coqui murió. Lo encontré yo, arriba de la cama de Beto, extremadamente pálido y con los ojos abiertos mirando al infinito. Moví uno de sus brazos y estaba completamente rígido. Llamé a Beto y como no sabía cómo decirle que su osito había muerto, le dije sencillamente:
- Jony, viste Coqui, Coqui palmó –
Corrió rápidamente a nuestra pieza y lo revisó detenidamente. Ahí confirmé que mi hermano ya sabía todo y que resignado esperaba el terrible final. Sin llorar ni lamentarse, agarró de la cocina una bolsa de basura, metió a Coqui adentro y con un gesto me dijo que lo acompañara. Antes de salir de casa, agarró varias monedas del monederito en donde guardábamos nuestra plata.
Sin parar de caminar ni un segundo, dejó la bolsa en el palo en donde colgábamos la basura y enfiló hacia la calle Defensa. Yo lo seguía lo más rápido que podía. No paramos de caminar hasta que llegamos al kiosco de Don Guido. Ahí nos compramos una bolsita de Yummis, tres Yapas y un Topolino para cada uno. Hicimos bien, la hiperinflación estaba consumiendo nuestros ahorros.

