miércoles, septiembre 24, 2008

Vocación

Considero que la vocación, junto con el sentido común, son dos de los mitos más influyentes y a las vez más negativos en nuestras vidas. Y aunque estimo que el denominado “sentido común” es más importante a la hora de justificar el status quo y fomentar los prejuicios más arraigados en nosotros, en esta oportunidad me ocuparé de la vocación. ¿Por qué? Porque se me ocurrió un cuento sobre la vocación y no sobre el sentido común. El del sentido común lo debo.

Año 1984 u 85´. Verano. En mi casa, de noche, sólo se oían los grillos a ritmos constantes y el rozar de las aspas del ventilador con el aire. Esta conjunción la recuerdo ahora como el mismísimo sonido del silencio.
En su habitación, nuestros padres dormían destapados, con el ventilador a la velocidad máxima y mi papá en calzones, porque el calor era sofocante. En la cocina, mientras tanto, mi prima, mi hermano y yo montábamos el primer laboratorio experimental de análisis de bichitos de Haedo. Suena despampanante esta denominación. Probablemente en otras casas del barrio, otros chicos estaban armando laboratorios parecidos. Pero permítanme que lo recuerde así.
Al principio nos interesaron los bichos bolita. Los tocábamos para que se contorsionaran y formaran una bolita. Después nos dimos cuenta de que cuando los soplábamos se quedaban quietos. Al poco tiempo ya no teníamos más nada que investigar de ellos y nos dedicamos a menesteres más importantes. Menos mal que a ninguno de nosotros se le ocurrió sacarles las patitas de a una para ver cuántas patas soportaban que les cortáramos. Éramos capaces de eso y de mucho más.
Con el afán de investigación que poseíamos como humanos, rápidamente empezamos a dedicar todos nuestros esfuerzos, todas nuestras noches, a dar solución a una simple y única cuestión. ¿Cómo carajo hacían los bichitos de luz para iluminar? No habíamos escuchado ni de la luciferina ni de la luciferaza. No sabíamos lo que era un Amper, menos un Lux. Es más, recién empezábamos a ir al baño solos y a veces nos hacíamos encima antes de llegar al inodoro por falta de práctica.
Como cazadores furtivos salíamos a intervalos prefijados a recolectar nuestro material de análisis. Esperábamos a que los bichitos de luz irradiasen con su máxima intensidad, para rápidamente agarrar con nuestras manos la mayor cantidad de ellos. Los metíamos en una latita con una tela en la parte superior, para que pudieran respirar y no se murieran.
Mi prima Deby, por ser la más grande, era la líder del laboratorio. Nosotros le hacíamos caso y le sugeríamos alternativas de disección para poder obtener la fuente de la luz. Nuestros únicos instrumentos eran cuchillos y tenedores de cocina y agua. Mucha agua.
Habremos diseccionado más de cien bichitos de luz ese verano. Evidentemente no logramos obtener la tan preciada substancia, sino mi hermano tendría una lucecita en la punta de la nariz. En vez de eso, ese verano nos divertimos mucho investigando, pensando, jugando. Aún lo recordamos como un gran verano.

Después, con el tiempo, un día los padres lo ven al hijo mezclando substancias en el patio de la casa. Lo imaginan médico, ingeniero. Con el tiempo, le inculcan su vocación, y desde ese momento el joven deja de buscar la fuente de la luz de los bichitos porque tiene ganas, ahora lo hace porque todas sus cualidades nacieron para buscar la luciferina y la luciferaza. Nada más.

lunes, septiembre 08, 2008

Excursiones

Existe una costumbre judía que consiste en dejar una piedra pequeña sobe las lápidas, toda vez que uno visita a sus seres queridos en los cementerios. La tradición le parecía encantadora y, al igual que los Seder de Pesaj, era una costumbre que Lucas respetaba mucho. No le parecía interesante una religión con un día del perdón al año y, a pesar de su corta edad, detestaba que en la sinagoga la gente que pagaba más se sentara más adelante. Pero el hecho de hacer una ofrenda tan simple, tan cargada de vida pero a la vez por intermedio de un objeto inanimado, le resultaba inigualable. Por supuesto, odiaba que algún familiar llevase flores a los muertos. ¿Cómo podían ser tan cínicos como para llevar un ser en incipiente estado de descomposición a un muerto?
Esporádicamente iba al cementerio de la Tablada con sus padres o con sus tíos, y como muchas otras situaciones retorcidas de su vida de niño judío, era una de las excursiones más añoradas: levantarse temprano los domingos a la mañana, mojarse la cabellera con suficiente agua como para achatar sus rulos y partir sin desayunar y casi sin abrir los ojos hacia el cementerio. A eso de las once de la mañana ¡Tenía un hambre! Y se repetía con tanta rigurosidad que ya era una parte pintoresca de la travesía.
Una vez adentrado en el lugar, y a pesar de su corta estatura, le gustaba ponerse en puntas de pie y divisar el horizonte. Le impactaba darse cuenta de que no veía más que lápidas y que respetaran tramas tan regulares. En realidad no le llamaba tanto la atención esto último, era sólo para confirmar lo que siempre había pensado, el orden era de los muertos, la vida es el desorden.
Cuando alguno de sus padres se detenía para orientarse y decidir por qué camino proseguir, Lucas aprovechaba para levantar algunas piedras del camino, no sea cosa que la tumba de algún familiar lo agarrase desprevenido. En cada lápida en la que se detenían, aunque Lucas no conociese ni haya oído jamás el nombre de ese antepasado, dejaba una piedrita. Se inclinaba lentamente, y con el respeto y la solemnidad que él creía que la situación ameritaba, apoyaba una piedra.
Cierto domingo tuvo la suerte de que sus padres decidieran ir al cementerio. Pocos minutos después de haber comenzado el recorrido, se detuvieron frente a la tumba de un hombre que por la foto parecía horrendo. Tenía cara de viejo y los viejos carecen de cualquier manifestación de belleza, aunque sea la más mínima. Lucas no tenía ganas de dejarle ninguna piedra. Se alejó lentamente haciéndose el distraído y se topó con la tumba de otro señor. Estaba muy descuidada y le pareció que hacía mucho que ningún pariente lo visitaba. Levantó la cabeza, miró la foto en la lápida y le pareció reconocer a un tipo simpático. Por eso alargó su brazo y le dejó una piedrita.